Rodinás: El regreso del miniaturista

En Kurdistán, el último poemario de Juan José Rodinás (Ambato, 1979), el sujeto que habla transita permanentemente hacia no lugares, sin horizontes fijos, pero con emociones desbordadas. Según el poeta mexicano Luis Eduardo García, «en su tejido se conjugan la asombrosa capacidad para edificar imágenes inéditas y atmósferas peculiares, con un trabajo rítmico afinadísimo». La obra se compone de siete secciones con una introducción que está situada en algún lugar del mundo —en una ciudad de Reino Unido, en Montevideo o un parque en Ambato—. Aquello refuerza la idea de desterritorialización que atraviesa el libro; esa necesidad de no estar en ninguna parte.

El poeta, así, dice: «Un aeropuerto para salir del mundo. / Un mundo para salir de mí». «Estoy en el límite entre la llama que quema las pasturas / y el hielo que aviva esos incendios: y que inventa otros». «Todo hombre es una autopsia retrasada». «Soy lo que resta de la violencia cuando se ha ejercido: / un delfín arrastrado desde la playa / con una soga hacia la carretera». «Siembra la muerte, pero antes cosecha su expresión». «Mis poemas son animales que se rompen / en los ojos de un hombre triste».

El libro está dedicado a las combatientes kurdas, pero no se las llega a mencionar.

Yo digo que Kurdistán es un antitítulo. Generalmente los libros de poesía —en el caso de las novelas es menos— tienden a tener títulos extremadamente metafóricos y pueden referirse a cualquier cosa. Yo quería que más bien el título tuviera líneas divergentes y convergentes. Además, creo mucho en las coincidencias y me gustaba la sonoridad de la palabra. Había visto un documental sobre cómo las guerrilleras kurdas se enfrentan a los militantes de ISIS, en el norte de Siria. Su testimonio era conmovedor; veía en estas mujeres una conciencia plena sobre su papel en el mundo, incluso el papel que puede tener un feminismo radical confrontando los hechos, no desde la comodidad de un escritorio, ni desde la lógica de acumular poder. Kurdistán solo existe en las personas que creen en él, en este caso las mujeres combatientes. Luego conocí a un politólogo kurdo que estaba haciendo su tesis sobre el papel de los kurdos en los conflictos civiles en Turquía, y después, cuando estaba en Londres, vi una marcha de los kurdos. Entonces ahí dije: acá está el título.

El libro está travesado por la infancia, el amor o el desapego. Son temas que bien podrían ser leídos aisladamente y no como unidad, ¿cómo lo concebiste?

Soy una persona muy emocional, en el momento en que algo me apasiona digo: «Esto podría servir para un libro, para un poema». Cuando era niño, mi madre, que estaba en España, me enviaba juegos de mesa y en el libro hablo de eso, me vuelvo un personaje de los juegos de mesa, me transformo en una ficha humanizada. Eso es lo que sucede en todos los textos del libro: juego con las dimensiones simbólicas, políticas y emotivas de lo que podría ser imaginario. Hay otra sección que tiene que ver con los juegos lógicos y, desde cierta emotividad e irracionalidad, yo los traiciono. Al principio haciendo una alegoría de esos juegos lógicos para luego romperlos desde la emotividad, la visceralidad. Hay otra sección, que es la primera, donde juego a manera de homenaje y a la vez con cierta ironía alrededor de los poemas breves que se van expandiendo, por eso se llama ‘El regreso del miniaturista’, en relación a las primeras cosas que escribí. Luego hay una sección que se llama ‘La muerte de un paisaje’, que tiene que ver con el otoño, con esa sensación de que las cosas se desintegran; no son solo las hojitas de los árboles que se caen, sino que todo parece en estado de desintegración.

Ciertos poemas llevan nombres de músicos o escritores, ¿cómo dialogan tus versos con los autores que citas, como Nick Cave o Dino Buzzati?

A ratos son cosas que me dan una pista para seguir el poema. Por ejemplo, en un texto aparece Concha Buika y Mariela Condo, a quienes yo había escuchado. Esas dos voces se conectan con lo que quiero decir, a veces de forma intuitiva. En el caso del poema sobre Dino Buzzati tiene que ver con un cuento suyo en particular, en el que la gente se va mudando y, conforme llegan al piso de abajo, mueren. Hay otro poema donde hablo de un caballo que lo comencé justamente con la foto de un caballo. He tenido mucha relación con las artes visuales. A mí me hubiera gustado ser pintor. Creo que, de cierto modo, trato de pintar mediante los poemas.

Te mudaste a Reino Unido hace cuatro años para hacer tu doctorado, ¿cómo afectó ese desplazamiento tu forma de concebir la poesía?

En Inglaterra llegué a entender que ciertas dinámicas sociales, el modo en que vive la gente, la temperatura o la geografía terminan incidiendo en la forma en que la gente escribe. Mucha de la literatura inglesa es shakesperiana, y creo que aquello es definitivo para entender el modo en que podría influir eso en mis textos. Me apasiono por algunos poetas británicos en los que siento que hay una relación con la oralidad, con la coloquialidad. Siento que hay una especie de coloquialismo conceptual, que creo que es absolutamente característico desde Shakespeare hasta Eliot.

¿Qué poetas británicos actuales has leído?

Uno se llama Keston Sutherland. Lo leí en inglés y debe tener 40 años. Ahí me di cuenta de que no había tanta desconexión entre las cosas que podría hacer un poeta británico y las cosas de alguien de acá. Encontré una relación con cierta experimentación, esto que podría llamarse coloquialismo conceptual. Hay otro poeta que debe estar pasando los 80 años y que fue durante mucho tiempo profesor de Cambridge, J.H. Prynne, que tiene un poema que es como un ensayo en verso y el final es superemotivo, te quiebra, porque habla de los obreros y la sociedad económica del norte de Inglaterra.

¿Y qué te ha llamado la atención de poesía latinoamericana últimamente?

Hay una autora que la descubrí recientemente y me gusta mucho, Susana Thénon. Ella hizo una revista junto con Alejandra Pizarnik y creo que se la puede entender mejor ahora, porque es un momento diferente. Susana problematiza este lugar de lo que podría ser la voz de una mujer, pero con mucha ironía. Es reduccionista cuando llamas a la poesía de mujeres, pero creo que puede ser un mecanismo de visibilización de ciertos espacios.